La miraba furtivamente cada vez que podía, como para (no) levantar sospechas. Era extraño, tenía un constante sentimiento (o quizás solo un absurdo deseo) de que ella me miraba también.
Yo, apoyado sobre la baranda del balcón, simulaba indiferencia: veía sin ver a la gente que caminaba en la vereda o contemplaba casualmente el cielo mientras disfrutaba de la fresca brisa; todo un patético preludio a otra mirada fugaz. Créanme que era completamente consciente de lo ridículo de mi accionar; sin embargo, la situación me resultaba irracionalmente gratificante.
Ella, del otro lado de la calle, hacía lo propio, aunque no habría podido decir si estaba simulando o no. A mis ojos, su acto era tan convincente como el mío. Mi imaginación, tal vez, pero el hecho era que esta situación se repetía todas las noches, casi sin excepciones.
Con sorprendente precisión, entre las ocho y las nueve, ella se asomaba a su balcón. Yo era cauteloso de no estar siempre allí cuando ella salía; a veces la esperaba por varios minutos, mientras que otras aparecía cierto tiempo más tarde. En ocasiones muy especiales, lo hacía al mismo tiempo que ella; imaginaba que así creaba una bella (y “natural”) coincidencia. Llevaba un calendario mental para decidir cuál era la movida apropiada para cada día: no quería que se sintiera acosada, pero tampoco quería perderme nuestros encuentros (ella podía interpretarlo como una señal de desinterés de mi parte).
También era menester un cambio de ropa para nuestra reunión. Obviamente, no podía salir con los pantalones cortos y las remeras viejas que solía usar en la soledad de mi departamento. En situaciones normales, tampoco quería estar demasiado elegante: “bien vestido pero casual”, era la consigna. El atuendo elegido debía ser algo que pudiera estar usando naturalmente en la casa. No obstante, ciertos días consideraba necesaria alguna vestimenta más refinada; no podía dejar ella pensara que me pasaba todo el tiempo encerrado. De cuando en cuando, inventaba alguna salida y elegía la indumentaria apropiada mi excursión imaginaria. Algunos de estos eventos, consideraba, me hubieran mantenido ocupado durante toda la noche; por ello, había ciertos días en que era yo quién no aparecía en el balcón.
No recuerdo cómo fue que empezó, ni tampoco cuanto duró, pero las cosas se mantuvieron así por un tiempo. Hasta que un día, ella dejó de salir al balcón.
Por supuesto, aún antes de ese momento, había ocasiones en que ella no “asistía a nuestros encuentros”, para usar mis propias palabras. La existencia de esta posibilidad era algo que comprendía perfectamente y había aceptado, por lo que fue recién al tercer día consecutivo en que ella no apareció que comencé a preocuparme.
Todavía está vívida en mi memoria la ansiedad y desesperación que sentí. No podía dejar de asomarme a la ventana, esperando que ella surgiera, tan atractiva como siempre, y se recostara sobre la baranda para mirar el anochecer.
Cuatro días.
Cinco días.
Seis días.
Al séptimo día me había rendido. No completamente, claro. Como dicen, la esperanza es lo último que se pierde. Pero ya no la esperaba, ella no iba a salir. Supuse que se habría mudado, o que simplemente ya no quería verme.
Ocho días.
Se me ocurrió también que quizás se había ido de vacaciones. Inicialmente no me parecía probable (no podría decir por qué), pero con el pasar de los días sentía que la idea cobraba sentido en mi mente. Al noveno día decidí invalidar mi rendición, al menos por un tiempo.
Dos semanas.
Tres semanas.
Un mes.
…
Hubo un punto en que dejé de contar, ya no estaba seguro de lo que estaba esperando y me sentía tonto. Además, ya casi no pensaba en ella y, cada vez que lo hacía, no tardaba en recordarme que ni siquiera la conocía.
Pero hoy… hoy sucedió algo peculiar. Caminaba por la calle, sumido en alguna reflexión existencial (en estos últimos tiempos ya es un hábito), cuando creí verla. Iba por la vereda de enfrente, hablando con otra chica. Su larga cabellera castaña brillaba a la luz del sol. La observé por unos segundos, luego miré a mi alrededor. No había mucha gente, serían cuatro personas sin contarla a ella y a su amiga. Me detuve en un hombre que caminaba hacia mí a paso apurado: tendría unos cincuenta, supuse (aunque nunca fui bueno para adivinar la edad de las personas) y llevaba una bolsa con un pequeño moño de cinta roja. “Estará llegando tarde a algún cumpleaños”, aventuré.
Finalmente, levanté mi vista al cielo. Era un día soleado, tuve que entrecerrar los ojos. Estaba perfectamente celeste, casi sin nubes. Una brisa caliente me golpeó la cara.
Eché una mirada fugaz a la vereda de enfrente antes de seguir caminando.
…
No, no era ella.